EL SEÑOR DEL CERRO
Autor: EnSUMA »2:45:00 p.m. »Sin comentarios
Osvaldo
García Muñoz
(Arstista plástico y narrador, Unión Juárez, Chiapas)
Todo barranco
tiene que ser rellenado,
y toda montaña y
colina allanada,
y las curvas
tienen que convertirse en caminos rectos,
y los lugares
escarpados en caminos llanos...
Lucas 3: 5
Fue él quien lo soñó. Lo soñó;
y sólo él lo supo. En su sueño se lo contaron; así le dijeron,
claramente le hablaron: “Tu suerte está en la montaña; ahí está
tu suerte, ahí está”. Le contaron lo que debía saber, en su
sueño se lo contaron. Lo tuvo claro en su mente, en su espíritu;
claro como un amanecer sin nubes era él. Pero nadie le creyó cuando
pidió ayuda; nadie: “Voy a derrumbar el cerro”, dijo; ayuda
pidió. Nadie lo tomó en cuenta. La gente lo veía con desprecio,
creían que estaba hechizado o enfermo de la cabeza. “Está
hechizado, enfermo”, pensaba la gente. Así se creía entonces; así
murmuraban. Mas él no hizo caso. Vendió todas sus tierras y casa
para derribar el cerro. Vendió su casa y su tierra y sus vacas.
Compró picos y palas; contrató cuatro muchachos para derribar el
cerro: “Ahí está tu suerte”, recordaba. Compró picos y palas,
se dedicó sólo a derribar el cerro. De día y de noche golpeaba el
cerro para abrirlo. Golpeaba. De día y de noche sin comer ni dormir,
sólo arrancar la piedra del cerro, abrir su estómago de la montaña
para encontrar lo que le habían dicho: “... está tu suerte ahí”.
Cuatro años vivió así, sin
hacer otra cosa que cargar piedras y golpear el cerro. Mateo se
llamaba; ese era su nombre: Mateo, el hombre que derribó el cerro.
De día y de noche tras, tras, tras arrancando tierra, arena, piedras
y graba; de día y de noche con la pala y el pico: veinticuatro horas
al día, trescientos sesenta y cinco días al año sin comer ni
dormir. Cuatro muchachos y él, cuatro años abriendo la tierra,
golpeando y golpeando sin detenerse: mil cuatrocientos sesenta días,
treinta y cinco mil cuarenta horas sin dormir ni comer. No conoció
descanso ni sosiego. Cuatro años esperando encontrar lo que buscaba:
“... ahí está”, se decía, “... la he de encontrar”.
Buscó y removió tres cuartas
partes del cerro; cayó la punta, cortó lo más alto; derribó la
punta como se derriba un árbol, lo derribó. Y después de caídas
las tres cuartas partes del monte, tres años más continuó
escarbando, aplanando la tierra para convertir todo aquello en una
enorme planada. Siguió sembrando su cuerpo en la tierra, sangrando
su carne para hallar esa cosa que sólo él conocía; aferrado
siguió, enraizado a la voz que le hablaba; siguió sin sosiego, sin
más deseo en su sangre que encontrar aquello que desde dentro de la
Tierra lo llamaba. Tras, tras, tras: una y otra vez su espalda se fue
encorvando; tras, tras, tras: su carne se fue enjutando hasta que
sólo se veían sus huesos de semilla germinada.
Pero al sexto año de trabajo,
los cuatro muchachos desistieron; extraviaron su espíritu en alguna
vereda del pukuj, el kolel, el maligno: “Aquí nomás,
don Mateo”. Ellos dudaron, creyeron que no había fin en la tarea
del viejo: ¿Qué era lo que buscaban?; temieron: “Aquí nomás”.
Sus cabezas doblaron. No hubo manera de detenerlos; se habían
cansado, tenían miedo. Los cuatro muchachos volvieron a sus casas.
Por las cuatro direcciones se fueron: cuatro muchachos se fueron de
regreso a sus casas. No se llevaron nada, sólo su cansancio y el
peso de una tarea no terminada. Se fueron.
Sin embargo, Mateo siguió su
trabajo, su obra; continuó hundiéndose en el cerro, derribando
paredones de piedras y graba. Tras, tras, tras; siempre hacia al
fondo más profundo de la Tierra. Fue como si en verdad estuviera
hechizado, poseído por una fuerza desconocida. No comió ni bebió
durante todos esos años. Perdió tierra, casa, vacas, mujer, hijos y
bueyes. Se olvidó de todo. Vivió sólo por esa idea que le punzaba
la cabeza: “... ahí está, la he de encontrar”.
Hasta que un día del séptimo
año, el siete del siete veces siete, no volvió a salir de la
montaña. Se quedó ahí, dentro de la panza del cerro cortado. Se
quedó, no volvió a salir. La gente lo empezó a dar por muerto:
“Está muerto, enterrado en la panza del cerro”, decían. Pero al
año siguiente, cuando ya casi estaba olvidado el asunto, el agujero
que este hombre había hecho comenzó a tumbar, a hacer un ruido
tremendo; luego tembló, se sacudió la tierra como si algo allá
dentro, muy dentro del cerro, se estuviera estirando. La gente
comenzó a decir que el Mateo había llegado al centro de la Tierra,
que él mismo había tocado el Corazón de la Tierra, el Ombligo del
Mundo. Por eso la gente decidió llevar flores y candelas a la cueva.
Ahí sembraron cruces arropadas con trapos viejos para simular la
imagen del Mateo, del Santo: camisa, pantalón, huaraches y sombrero
ajustados a un relleno de hojas secas. Luego mataron gallos y echaron
copal e incienso. Mucho humo y sangre de gallos rojos hubo esos días.
La gente rezaba y rezaba sin detenerse: mil cuatrocientos sesenta
días, treinta y cinco mil cuarenta horas sin dormir ni comer. La
gente rezaba: “Señor San Mateo, Nuestro Padre, Señor de la
Montaña, del Cerro; abre tu Corazón, Padre, Anciano, Abuelo, no te
hemos olvidado; aquí te esperamos; esperamos tu regreso, tu salida”.
Pero no dejó de temblar. Siguió la tembladera por muchos meses;
trece años se cumplieron en total: tres veces tres y cuatro. El
pueblo se sacudía. Temblaba y temblaba sin parar. Entonces, las
gentes recordaron lo que alguna vez había dicho el Santo: “A menos
que coman la carne del Hijo del hombre y beban su sangre, no tienen
vida en ustedes”, y sacrificaron a los cuatro muchachos; y comieron
los cuerpos y bebieron la sangre. Cuatro veces mataron: cuatro, uno
cada mes de cada luna. Sólo así dejó de temblar. Y entonces se
supo que Mateo estaba vivo; que él había reclamado sus cuatro
ayudantes para seguir buscando lo que ya todos daban por hecho.
Cuatro ayudantes murieron, volvieron al fondo del cerro a terminar su
tarea. Cuatro muchachos murieron.
Desde entonces, el pueblo fue
fundado ahí, en el valle de San Mateo; el Santo Padre así lo quiso.
Pues, Él, es el Señor del Cerro, Señor de la Montaña. A nombre de
Él se realiza la fiesta cada año; a nombre de Él se rezan los
cantos y se riega la sangre de cuatro muchachos cada luna nueva;
caballos, vacas, gallos y bueyes se le entregan. Porque Él, el Señor
del Cerro, está vivo; sigue dentro de la Tierra y desde ahí nos
protege y vigila: Mateo, el Señor del Cerro, vive; por eso tiembla y
se sacude la tierra cuando nos olvidamos de su Santo Nombre, porque
el Señor del Cerro es hijo de la Tierra, el que está parado en el
Ombligo del Mundo, Qman, Nuestro Padre, Nuestro Abuelo. Esa
fue su suerte, su destino: Él lo supo en su sueño; se lo contaron,
así le dijeron: “Ahí está tu suerte; ahí”. Y ahora está su
imagen en la Cueva, en nuestro Santo Templo; está ahí, rodeada de
la imagen de los cuatro muchachos: esa era su suerte y Él lo supo
desde el principio de los tiempos.
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